Me han puesto aquí al parecer todavía sin mucha intención de nada,
suspendida por varios días, como una musa muerta y no querida, que busca su
lugar entre objetos conocidos en otro tiempo y que perduran más de 100 años
después. Gestos que se pueden hacer sólo dentro de la voluntad de un artista,
esclavo de la mirada, maquinista en este caso del tiempo.
Fui real y ahora lo vuelvo a ser. La fotografía de la que me extrajeron
era en sepia, sin año, pero yo puedo asegurar que es del 1870. Antes no cualquiera
podía sacarse una fotografía. Claro que en este cuadro me han puesto color en
las mejillas y en el vestido, tal como se usó antes con los daguerrotipos, y
tal como se hará después con las fotografías en blanco y negro de los años 40,
cuando yo podría haber alcanzado a ser una anciana. El color me viene bien,
ahora, recién. El tiempo tarda en ser justo con los deseos y vanidades. Hoy estoy
siendo pintada al óleo como sólo una figura importante podría serlo en esta
época, o bien el hijo o la esposa de un pintor, nada de lo que yo sea parte.
Esta casa que aparece detrás de mí es parecida a las que me rodearon.
Tiene en su piel más de 100 años, que le son difíciles disimular. En cuanto a
los barrotes, no es tan dramático mi estado, casi nunca me instalo a mirar con
la tranquilidad con la que aquí aparezco. Al contrario, si me asomo es para
mirar algo en especial, si viene la leche, a los niños jugando, en fin, al
ruido de la calle que a veces reclama atención. Siempre dentro de la casa, y a
mucha honra. Una mujer no debe ser pública, ni tampoco hay tanto tiempo en
realidad para la contemplación ni el aburrimiento, al menos en mi clase. Aunque
hayan o no sirvientas el trabajo adentro es agotador y no termina jamás. Según
los hombres el de ellos tampoco, aunque de eso no estoy tan segura, pues las
cantinas y los tugurios donde van a jugar están siempre dispuestos a recibirlos
y nunca pierden sus visitas. Al parecer lo disfrutan mucho, no sé. Yo sólo he
jugado a las cartas con primas y hermanas por placer, a veces, en alguna
sobremesa. Ellos hablan de que no es lo mismo sin dinero, pero uno no maneja el
dinero, en fín, cosas de hombre.
Tengo un marido, que toma y juega como la mayoría, pero creo que con más
moderación. Algunas hablan de que es mejor ser hombre, pero a mí me asustan y creo
que también me asustaría siendo uno. Además, por más que hablen fuerte, se
emborrachen y hablen de sus complicados trabajos, creo que en el fondo son un
poco desvalidos.
Me cuentan que después las mujeres salen y hacen vidas parecidas a las
del hombre. No logro entender bien cómo. Me dicen que, entre otras cosas, es
porque existen distintas máquinas adentro de los hogares que hacen aseo. En mi
tiempo viva fueron naciendo máquinas de velocidades estremecedoras a las
que me dio vértigo subir, algunas a vapor, otras con sistemas que desconozco
pero que eran igual de bultosas y sonaban como un trueno constante. No logro
imaginarme alguna de aquellas metidas dentro de un hogar solucionando tanto
problema doméstico como dicen. ¿Cómo las hacen entrar y cómo conviven con ellas?
Prefiero ni siquiera imaginarlo.
Acá el silencio aún abunda, aunque de a poco se va violando. Pero
existe, es posible sentirlo plenamente en las horas que siguen al almuerzo, en
la tarde, una especie de primera noche después del ajetreo de la mañana. Y en la
noche también, pero el de la noche estimula los pequeños ruidos que es posible
sentir lejos, como atrás de un gran espacio vacío, delatándonos ese mundo que
no pude conocer. Con ellos, de la mano, los miedos: me dan miedo las noches muy
oscuras, aunque reconozco que me gustaría meterme en ellas y alejarme un
momento de lo que uno es: Una mujer dentro de una casa.
Me gustaría ser por una noche otra mujer. De esas que todos evitan, e ir
a esos lugares que yo no puedo. Ir donde las mujeres también bailan, cantan,
beben, hablan a borbotones y no se cubren. Se habla de todo de ellas
porque dicen que para eso están, pero yo no las conozco, y, si son criaturas de
Dios, no veo por qué han de ser todas malvadas.
Cierto domingo nos quedamos con mis primas después del almuerzo bebiendo
un enguindado que había hecho mi abuela. Yo quería sólo uno pero mi prima
llenaba mi vaso sin que yo lo notara y nos bebimos la botella completa, o dos
quizás. Me acuerdo de haberme reído mucho, aunque no recuerdo bien de qué, pero
creo haber sido feliz intensamente por un momento, pero con una felicidad
distinta. No esa que se tiene con los niños por algo que logran hacer, o con
las plantas cuando paren una flor y uno lo disfruta. Esas felicidades son como
con recompensa, pero ésta no. Ésta era como una cascada de risa, de contentura,
vacía, sin haber hecho algo antes que mereciera regocijo. Vacía pero no en el
mal sentido. Vacía, sin ninguna carga, sin tanto trabajo, sin culpa. Era como
una burla a todo por un momento. Todo se volvía liviano y gracioso. Incluso
cantamos y bailamos. Creo.
He alcanzado a ver algunas cosas estando aquí de nuevo. Razones, tiempo,
trabajo, una especie tan distinta de ocio, la palabra bacán, la palabra
depresión, la palabra ego. Hay facilidades para todo lo que hacen y entonces
todo lo que se hace sin ganar dinero parece ocio. En mis lindes todo trabajo
lleva un poco y bastante de ocio. Todo tiempo es más lento, monótono, y la
lentitud es amiga del ocio. Se gustan.
Me contó un viajero que había quienes pensaban, y que él pensaba
también, que todos los humanos eran un solo ser. Un ser divino, lo más
probable, pero uno sólo. Entonces una es lo mismo que la mujer de al lado, sólo
que otra parte, otro pedazo, algo así. Curiosa manera de verlo ¿no?
No sé si eso involucrará al tiempo. El tiempo hace que las cosas se
gasten, se despedacen. El tiempo habrá hecho que ese ser, que es uno y todos,
se repartiera en más pedazos. Así, de la que soy ahora se pueden haber
desprendido 7 más, y ustedes vendrían siendo un pedazo más pequeño de ese mismo
ser. Quizás en este caso el tamaño no importa. No quiero ofender. Pero entonces,
si el tiempo se incluye, soy la misma
mujer que ésta que me pinta. Eso si tiene algo coherente para mí.
Si yo hubiera seguido viviendo estos 150 años más, es probable que me
hubiera sacado las culpas, que me hubiera soltado el pelo para andar en el día
incluso, o podría habérmelo cortado como un niño, como un hombre. Habría tenido
otros hombres, sabría quizás otra lengua. Habría leído, habría ocupado esas
máquinas, habría tomado una píldora, habría tenido sexo sin miedo. Son cosas
que puedo decir sólo ahora que estoy muerta. Nombro esas cosas sin poder
imaginármelas bien. Veo desde aquí la vida de esta mujer que me pinta pero no
estoy segura que sean todas como ella. Ella asegura que sí. Pero los seres
humanos mentían antes y ahora también, de eso estoy segura.
Tanto que preguntarle a Dios, en el que sigo creyendo, aunque ni muerta
lo he visto.
Evaristo Pérez, contador. Me presenté siempre así, y eran ciertas ambas cosas: lo de
llamarme Evaristo, y lo de ser contador. Lo aclaro porque siempre tuve que
insistir mucho en lo que era verdad o mentira, una situación agotadora frente a
los ojos incrédulos de tanto humano que me rodeó y me juzgó también.
Aprovechando las ventajas de haber
pasado por el limbo, me presento ante ustedes en mi estampa de cuando niño; a
ver si así me hago un poco de justicia, a ver si así me rescato un poco de los
nefastos sucesos que provoqué después. Incluso aunque la muerte me haya
alcanzado a la longeva edad de 98 años, así con vicios y todo, con y sin
dinero, con halagos y reproches. Es que mantuve mucho del niño que aquí
presento por el resto de la vida.
Cuando se es niño se puede hacer mucho
de lo que hice después, pero con toda inocencia. Aunque logro de todos modos
ver a niños, antes y ahora, con miradas maliciosas que delatan la manipulación
y la astucia encubierta de dulzura. Es más cosa de raza humana que de edades o
épocas.
Cuando se es niño se toma todo con
envergadura de adulto, sin tener ni los problemas ni los objetos de los
adultos. Menos aún las responsabilidades. Pero lo que me gustaba de niño me siguió
gustando de grande, claro que con toda la contaminación y densidad de la
adultez, con toda la inteligencia y la intencionalidad, buena o mala, del mundo
adulto. Y con eso las consecuencias; la palabra y su peso, la acción y su
efecto.
Me gustaba el juego. Simple. A quién no
le gusta jugar. Me gustó siempre, desde niño hasta la madurez avanzada. Jugar.
Un placer que se ve en los animales incluso. Es propio de seres con sangre en
las venas, pero en los humanos adquiere sofisticación exquisita, la suma de la
intención, la negociación, el ganar o perder utilizando la mentira. O también
la verdad pero frente a quienes esperan la mentira. La trampa, la apuesta de
por medio, el malabar entre números, astucia, perspicacia y suerte. Azar. Y con
todo eso la noche, el humo, el alcohol, el vasto submundo de los delirios que
se desenvuelven libres en la oscuridad. Una lucha sin violencia, entre personas
que dan la mano con camaradería para luego tratar mutuamente de destruirse, de
doblegarse. Pero dentro de un juego, y eso me sigue pareciendo fascinante.
De niño también se miente, también se
juega, también se hacen pactos y tratos, se inventan historias fantásticas. Pero
no hay nada que arriesgar y tienes el perdón del mundo por no saber nada y
tener que inventarlo todo. Fui fantasioso desde chico, pero luego cambia el
concepto y te haces mentiroso. Y en el juego es lo mismo. Es cosa de niños
cuando se es niño y vicio ruin y peligroso cuando se es adulto.
Fue así, dentro de ese peligro, que
llegué a ganar mucho. Crecieron las bondades para mi hogar y mi familia, que
siempre llevé en la circulación de la sangre (aunque la contaminara a veces con
otras felpas y redondeces que eran de rigor en los submundos que frecuentaba).
Es cierto que la mentira y la fantasía abundaban en esos tugurios del azar,
pero cuando había una palabra con apretón de manos de por medio y en el juego
entraba el honor, la palabra se tornaba de acero y era imposible torcerla.
Y tal como gané fue así, también con palabra de por medio, que llegué a
perder mucho: dinero, muebles, hasta mi casa en un momento, exponiendo a mi familia al desastre de una
catástrofe causada por la estupidez humana. Creía en cierta frase de un francés,
que dice que el honor consiste en hacer hermoso aquello que se está obligado a
realizar, pero mi familia cargó con la hermosura atroz de tener que cumplir mi
torpe palabra.
Es posible que hoy en día hubiera sido
nuevamente un jugador, confundido otra vez entre la moral, el honor, el deber,
la fantasía, el ocio, la astucia. Tal como lo fui hace tantas décadas. Y me
resigno, pero me gusta creer que hoy hubiera sido un hacker.
Las cartas han tenido siempre un
carácter mágico. Se puede hacer, y se siguen haciendo, ilusiones y malabares
con ellas; con astucia, con estudiar los ojos, con saber mover las manos, con
manejar ciertos cálculos y movimientos. Pero lo que puede hacer ese maravilloso
casino portátil de cristal, es algo inalcanzable e inimaginable en mis años. Ver
en él desde colores y burbujas brillantes, como salidas de un mundo nítido,
perfecto y de mentira, hasta contemplar la más cruda y brutal realidad. Entrar
con eso a documentos y cajas fuertes sin palabras ni apretón de manos de por
medio... es algo que bordea lo divino. Quizás desde mi nebulosa mortífera no
logre entender nítidamente el real funcionamiento de esta maravilla, donde no
influye el tiempo, ni mi rostro, ni la dirección de mis ojos, ni los litros de
alcohol adentro, ni el espeso aire entremedio de dos alientos que conduce a despiadadas
o ingenuas acciones.
Puedo idealizar desde mi lugar, estoy
al tanto. Cierto es que las cosas en realidad no han cambiado tanto en
contenido. Sólo cambia el formato, el color, la velocidad. La matriz sigue
siendo la misma: nuestra limitada raza humana. Es raro hablar de esperanza
estando muerto, puede hablarse de consuelo, de lo que podría haber sido, y
guardo la idea de poder haber sido distinto en este tiempo. De poder ahora
haber llorado sin esconderme, de haber sido niño por más tiempo o haber podido
acurrucarme con mis hijos, quedándome en casa, y así haber sido un poco niño de
nuevo. De haber conocido mejor a mi
mujer. De haber sabido mirarla en sus otros ángulos. De haber podido jugar con
ella.